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Juan Manuel BonetHistoriador del Arte

Juan Manuel Bonet con el hijo del pintor en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid), en 2004.

Rafael Botí en su primer paisaje

Daniel Vázquez Díaz, su segundo maestro, calificó en un texto de 1962 a Rafael Botí, de pintor nabi. La cita, en la que corrijo un poco la ortografía algo caprichosa del original manuscrito, merece la pena: "Yo lo incluyo en la familia de los Nabis de la escuela francesa llamados iluminados, idealistas: Sérusier, Signac, Luce, Bonnard, Roussel, Vallotton, Rousseau, Redon, Gaugin (en Bretaña), Maurice Denis, y en España Regoyos y Cristobal Ruiz". Nabis, estrictamente, miembros de aquel grupo de "profetas" fueron sólo algunos de los nombres traídos así a colación, y falta en cambio el de Édouard Vuillard, y sin embargo la enumeración funciona, y muy especialmente cuando, viniéndose para acá, el de Nerva la remata con los nombres de dos de nuestros pintores de transición más puramente pintores: un Regoyos que si no al grupo nabi, sí perteneció a la galaxia simbolista franco-belga, y un Cristóbal Ruiz que al igual que Vázquez Díaz había pasado por París.

Cordobés, en su ciudad natal Botí había recibido en un principio enseñanzas de otro simbolista, el ya por aquel entonces popularisimo Julio Romero de Torres, que antes de ser «pintor del alma andaluza» había sido un muy interesante simbolista –recordemos sus murales para el Círculo de la Amistad–, y había pintado El Poema de Córdoba extraordinario políptico en el que supo decir la ciudad como si de una ciudad muerta –en la tradición de la Brujas de Georges Rodenbach– se tratara. Ese aprendizaje pictórico lo compaginó Botí, por aquellos años, y por cierto que en el mismo edificio, con otro musical, que como bien es sabido esa fue su otra vocación, y sería, en su condición de violinista, su profesión principal, económicamente hablando, sobre todo durante el tiempo que perteneció a la Filarmónica de Madrid.

Contagiado, en los veinte, de audacias vanguardistas, Botí nunca dejó de lado la herencia simbolista, que también se manifiesta, en su adolescencia, en su copia de La muchacha del pañuelo rojo, de Ramón Casas. No pocas de sus imágenes de madurez, como sucede con la del citado Cristóbal Ruiz, jiennense de Villacarrillo, y con las del sevillano Javier de Winthuysen, podrían ser traducciones plásticas de poemas o prosas del onubense Juan Ramón Jiménez, que escribió sobre ambos, así como sobre Vázquez Díaz. Estoy pensando sobre todo en aquellos cuadros en que el cordobés canta ciertos rincones melancólicos del Retiro, espacio juanramoniano por excelencia de aquel Madrid "posible e imposible"; o del Botánico, donde en 1923 se habían celebrado los "Cinco minutos de silencio" en honor de Mallarmé; o del Museo Romántico; o de la Casa de Lope de Vega. Especialmente a gusto se nota a Botí, en concreto, en los cuadros del Botánico, que se suceden a lo largo de los años veinte y treinta –el fechado en 1928 perteneció al escritor Tomás Borrás–, y que seguirán siendo recurrentes en su producción más tardía. A Francisco Solano Márquez, que lo recogió en su contribución a la monografía cordobesa de 1990, le confesará: "sólo he tenido dos amigos, que eran el Retiro y el Botánico".

Ya en sus vistas de 1922 de la sierra de Córdoba, poblados de alcornoques y cipreses, Botí se revela como un paisajista sensible, en la onda de los mencionados andluces, onda tardosimbolista que es cultivada también, por aquella época, por un José Frau, un Timoteo Pérez Rubio, un Gregorio Prieto, un Enrique Cuñat o un Emilio Varela, aquel maravilloso pintor alicantino que fue amigo de Gabriel Miró, y de Óscar Esplá.

De Daniel Vázquez Díaz, cuyo principal valedor por aquellos años –lo ha estudiado muy bien Ángel Crespo– era precisamente Juan Ramón Jiménez, aprendió Botí, alumno suyo en el Madrid de los veinte, buena parte de su oficio pictórico. También le debió su acercamiento a uno de los paisajes que terminaría pintando más a menudo, el del País Vasco, y más concretamente el de Fuenterrabía, donde Vázquez Díaz tuvo otra de sus fructíferas Academias de pintura, y donde su discípulo pintó uno de sus cuadrod más influenciados por su maestro, El canal de Fuenterrabía (1926). También de origen vazquezdiazano fue sin duda su deseo de visitar la capital frances, a donde fue por primera vez gracias a una pensión de la Diputación de Córdoba, y cuya atmósfera evocó en un cuadro hermoso, Viejo París (1929), propiedad de dicha institución.

Pero antes de compartir la experiencia de Fuenterrabía, Botí había pertenecido, en el Madrid de comienzos de los años veinte, al primer núcleo de alumnos de la Academia Libre de Pintura de Vázquez Díaz, al igual que el castellano viejo Juan Manuel Díaz-Caneja, el extremeño Isaías Díaz –que en 1928 celebró una individual en la Casa Nancy, donde el año anterior lo había hecho el cordobés–, el también castellano Luis Gutiérrez Solana –nada que ver, pese a lo coincidencia de los dos apellidos, con el cantor de La España Negra–, el vasco Jesús Olasagasti y el hondureño y malogrado Pablo Zelaya. De todos ellos, así comode otros dos que llegaron un poco más tarde, el onubense José Caballero y un tercer castellano, Juan Antontio Morales, he enseñado obra de aquel período, en mi reciente muestra palentina y vallisoletana Caneja, sus contemporáneos, sus amigos y su estela. Estrecha fue, ciertamente, la relación de todos estos pintores con su maestro, y entre sí. De la amistad de Boti con todos ellos quedan numerosos testimonios. Especialmente entrañable fue la que unió con Isaías Díaz, pintor pendiente de una retrospectiva que fije su perfil, ya anunciada por el MEIAC de Badajoz, y que tendrá por comisario a Javier Pérez Segura.

Tanto el mencionado Javier Pérez Segura como Jaime Brihuega han subrayado el interés del cuadro de 1925 que se conserva en el Museo Municipal de Arte Contemporáneo, en que Botí representa La estación de Atocha, un cuadro de ambiente, dice el primero, entre urbano y suburbial, como tantas entrevisiones, ya fueran plásticas, ya fueran literarias, de nuestra primera modernidad. Un cuadro, por lo demás, alusivo al entorno madrileño predilecto del uruguayo errante Rafael Barradas, que hasta aquel mismo año, en que se marchó a Cataluña, había residido al lado, y había tenido allá, en uno de los cafés frecuentados por los viajeros del ferrocarril y por los arrieros vallecanos, su tertulia "alfarera".

En El Bodegón de los papeles (1928), en el que entre otros objetos representa un ejemplar de la revista alemana Die Plastik, un libro amarillo, una pelota de colores, y unos juguetes populares, y que recientemente fue donado por su hijo al MNCARS, Botí sacrifica a una moda epocal, la de la naturaleza muerta con libros, un género que ilustraron también, entre otros, Luis Bayón, Bores, Gabriel García Maroto –otro cantor, por cierto, del suburbio madrileño–, Miró, Santiago Pelegrín –que en 1921 había retratado al cordobés–, Gergorio Prieto, Julio Ramis, Emilio Varela o Esteban Vicente. Es este el cuadro más de "vanguardia" que salió de las manos de su autor, cuya obra glosó por aquel entonces su paisano ilustrador Antonio Merlo –figura singular, y que merecía una investigación que precisara mejor su borroso perfil–, y por mi parte además de reproducirlo junto a la fecha del pintor en mi diccionario de esa materia, en 2003 lo enseñé, al lado de algunas de esas obras de similar inspiración, en mi muestra segoviana Luz entera: Esteban Vicente y sus contemporáneos (1918-1936).


La primera aventura epocal en la que participó el solitario Botí, fue el Salón de Independientes del diario Heraldo de Madrid. Los demás "independientes" fueron Aurelio Arronte, Enrique Climent, Juan José Cobo Baruqera, Isaías Díaz, Juan Manuel Díaz Caneja, Waldo Insúa, el también cordobés Ángel López Obrero, Francisco Mateos, Juan Navarro Ramón, Santiago Ontañón, Santiago Pelegrín, Servando del Pilar, Alfonso  Ponce de León, Ramón Puyol, Antonio Rodríguez Luna –otro cordobés más–, Félix de la Torre y Pablo Zelaya. Toda una época de nuestra pintura, entre el "pintar duro" vazquezdiazano y lo vallecano, pasando por el realismo mágico, y por el grafismo "de avanzada".

En la firma del manifiesto de la Agrupación Gremial de Artistas Plásticos, aparecido el 29 de abril de 1931en el diario anarquita La Tierra, y dirigido a las nuevas autoridades republicanas, Botí coincidió con Santiago Almela, Francesc Badía, Emiliano Barral, Julián Castedo, Enrique Climent, Isaías Díaz, Eduardo Díaz Yepes, Rafael Dieste, Cristino Mallo –que todavía firmaba "Cristino Gómez"–, Francisco Mateos, Francisco Maura, José Moreno Villa, Santiago Pelegrín, Josep Renau, Francisco Pérez Mateo, Servando del Pilar, José Planes, Ramón Puyol, Antonio Rodríguez Luna, Francisco Santa Cruz, Arturo Souto y Javier Withuysen. En la lista confluyen más matices  todavía que en los salones del Heraldo de Madrid. El último de los mencionados –al que ya he hecho referencia en estas líneas– remite a un mundo juanramoniano y quieto. Barral, que iba a fallecer como miliciano, defendiendo Madrid, inscribió su vida y obra en el horizonte PSOE. De una deriva PCE nos hablan otro que corrió la misma suerte que el anterior, me refiero naturalmente a Pérez Mateo, y el futuro condenado a muerte –y luego exilio interior– Ramón Puyol, y futuros exiliados en México, como Renau o Rodríguez Luna, o en Moscú como Castedo. Reconstruir el itinerario político y vital de Mateos es tarea ardua. Tanto él, como Caneja, Díaz Yepes o Rodríguez Luna, pronto iban a andar del lado de Vallecas, por cuyos alrededores estéticos nos encontramos también, en algún momento de su trayectoria, con los valencianos Climent y Renau. La Agrupación, en cualquier caso, no duró más que eso: el tiempo de un manifiesto.

Muchos de los nombres que acabamos de mencionar a propósito de los Salones de Independientes y de la Agrupación Gremial de Artistas Plásticos, volverán a coincidir con Botí, durnte los años 1931 y 1932, en las tres colectivas de una un poco más efímera Federación de las Artes. De nueco el solitario, en un contexto grupal. Ahí estarán –pero no se trata ahora de analizar los sucesivos avatares de tal plataforma– los ya mencionados Castedo, Climent, Isaías Díaz, díaz Yepes, Mateos, Moreno, Villa, Pelegrín, Pérez Mateo, Servando del Pilar, Planes, Rodríguez de Luna y Souto, además de alguien que no persisitiría por esos derroteros, el futuro biólogo Faustino Cordón, gran amigo por cierto del entonces madrileño Wilfredo Lam.

Aunque como estamos viendo trató con cierta asiduidad a algunos futuros "vallecanos", y aunque también sabemos que fue amigo de Alberto, Botí, que no cedió a la tentación de meterse por la senda de las vanguardias –es significativo que una copia suya temprana de Picasso, que se conserva, sea de una cabeza neoclásica y monumental, y no de una obra cubista–, no participó de aquella aventura. No lo hizo antes de la guerra civil, ni tampoco después de la contienda. Y sin embargo, por aquel entonces, durante el período 1940-1942, pintó una serie de paisajes suburbanos, inspirados en aquellos parajes –entre ellos, el Barrio de las Latas y el Arroyo Abroñigal–, y que el día que se haga la gran muestra que Vallecas merece, habrán de figurar en ella con todo merecimiento. Paisajes de una gran desolación, y también de una gran poesía. Paisajes que son de lo más metafísico que se pintó por aquel entonces entre nosotros: la ciudad y sus torres, contempladas desde el alfoz. Paisajes con los que hemos de relacionar una vista urbana un poco más tardía, El tiovivo (1952), escena encantadora, que posee ciertos rasgos en común con las de Eduardo Vicente o Juan Esplandiú. Paisajes cuyo contrapunto es el equilibrado Interior (1945) con piano, libros, planta y luz del día.

Dado el objeto de la muestra que documenta el presente catálogo, se me ha pedido que me centrara en el primer Botí, y sin embargo en su caso importa bien poco la cronología. El pintor, durante la guerra civil, después de que las bombas, que tenían por objetivo el vecino Hotel Savoy, destruyeran su estudio madrileño, se recluye en la localidad manchega de Manzanares: extraña quietud. Tras la contienda conoce dificultades, pero sigue adelante. Como carácter "recolecto hasta ser huidizo" lo retrata entonces Manuel Sánchez Camargo, que pese a ser falangista y especialista en Solana y en la muerte y en lo negro, también fue sensible a su arte discreto, así como al de Caneja o al de Gerardo Rueda. "Siempre canta un pájaro en sus cuadros", decía poéticamente de Botí, en 1959, prologando el catálofo de su individual en la Sala Minerva del Círculo de Bellas Artes de Madrid, José Caballero, gran amigo suyo y discípulo asimismo de Vázquez Díaz, y que también alude a su conexión regoyesca. Un pájaro, sí, sin edad, un pájaro juanramoniano, un pájaro que canta en los escenarios sin apenas figuras humanas –claro que su escasa nómina podríamos completarla considerando como tales a estatuas, muñecas y figurillas de cerámica– de este entrañable pintor: en el Retiro, en el Botánico, en el Museo Romántico, en un Aranjuez rusiñolesco, en un jardín o en un patio de Córdoba, en Fuenterrabía, en Manzanares, en la levantina Torrevieja, en unos Campos (1955) castellanos que nos hacen pensar en Antonio Machado y también, por seguir en clave ornitológica, en aquellos versos de Caneja: "¡Ay! amigo, / irreparablemente / detrás del amarillo / canta el pájaro".

Del catálogo "Rafael Botí y el Arte Independiente en España (1925-1936)"

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