Manuel Ángel Jiménez
Rafael Botí: una instantánea en la memoria
En el cofre de la memoria guardo recuer dos, buenos y malos. Entre los buenos están aquellos que me unen sentimentalmente a toda sa bohemia artística de la Córdoba de la segunda mitad del siglo veinte, gracias a la relación que mi familia mantenía con los grandes artistas e intelectuales de su época... Pedro Bueno, Miguel del Moral, Ginés Liébana, Ángel López Obrero, Rita Rutkowski, Paco Aguilera, Pepe Morales, Paco Zuheras... y, cómo no, Rafael Botí. Porque aunque su vida estaba en Madrid, siempre recordaré cómo aterrizaba en sus viajes cuando volvía a su ciudad de origen. Yo, desde la esquina de Ronda de los Tejares con Cruz Conde, tras el mostrador del local donde se desarrollaba el día a día de nuestro negocio familiar (Studio Jiménez, mitad estudio fotográfico, mitad galería de arte, también diseñado por otro gran artista, el arquitecto Juan Serrano), observaba cómo un bello y clásico automóvil, blanco, aparcaba justo allí, y de él salía un señor con gafas y bastón, un hermoso perro –también blanco–, y el piloto, su hijo, que siempre permanecía junto al gran artista, tratándolo con sumo cuidado, llegaban para la visita de rigor. Mi padre, que les esperaba para departir tranquilamente e intercambiar las correspondientes noticias con respecto al mundillo del arte en la ciudad, porque entonces no existía aún internet en nuestras vidas, pero sí una red social de la cultura con un centro estratégico al margen de la oficialidad institucional, en forma de tertulia en Siroco, la terraza del bar más próximo.
Pero volvamos a esa instantánea guardada en el álbum de la memoria, porque al abrir el capó del coche, aparecía una obra destinada a alguna muestra colectiva en Studio 52 (la sala de exposiciones que fundara mi padre, Pepe Jiménez, justo en la planta superior), un óleo de esos que gracias a su color y luminosidad dejaba boquiabierto a más de un joven artista, como aquel pintor y gestor cultural ya desaparecido, secretario entonces de la Asociación de Artistas Plásticos Cordobeses, que luego dirigiera el Gran Teatro y que al ver el lienzo en casa quedó extasiado por su belleza y juventud emanada de esos colores y formas.
Y ahora, después de haber pasado dos décadas desde que nos dejara este gran artista plástico y musical (su otra gran pasión, el violín), afloran estos recuerdos de una época en que la amistad y el respeto entre la gente de la cultura y el arte de distintas generaciones era inque- brantable, cuando la unión hacía la fuerza, cuando nos encontrábamos con muestras de artes plásticas en medio de unos jardines, al aire libre, cuando la tenaz ilusión de un artista como Rafael Botí no se perdía en ningún momento, cuando ya a la edad madura vol- vía al día a día con sus pinceles en mano a regalarnos esa belleza de sus obras, retratando impresiones en formas y color como nadie en sus paisajes, ese momento mágico donde su cara se transformaba al encontrarse con su ciudad y el abrazo del amigo, más allá de la exposición que luego inaugurara, más allá del exitoso resplandor de la magnífica aceptación por parte de público y crítica. La amistad, ante todo. Recuerdos, buenos recuerdos, que me devuelven a un hombre bueno, enérgico artista hasta sus últimos días, como en una foto en sepia, junto a mis padres Pepe y Angelina, la noche en que se inauguraba exposición en Studio 52, antes de que se ampliara el nombre con el de Juan Bernier, quien seguro andaba también por ahí.
M. A. J.
Inédito, 2015