Manuel Medina GonzálezPoeta y crítico de arte
Botí es un hombre de corazón abierto, de enorme capacidad cordial, que no olvida su cuna ni sus pasos iniciales sobre el suelo y sobre el lienzo.
Brincaba ya en Madrid la juventud de Botí en los asfaltos madrileños. Huele a la sazón el humo literario, poético y artístico de la Villa del Oso y el Madroño. Había tomado contacto con los maestros de la pintura, entre ellos Vázquez Díaz. Y en diversas tertulias oyó las voces de Emilio Carrere, Azorín, los Barojas, Manuel Machado, que fue su gran amigo; Valle Inclán, que le hizo comprender cómo era el nervio de la casta celtibera. Conoció la bohemia cafeteril, a la que miró con buenos ojos pero sin quemarse en las horas del hambre y la angustia, porque él era –y es– uno de esos cordobeses que ven el arte con claro realismo y saben que para vencer hay que luchar y aguantarse.
Vivió Botí en Madrid los climas alentadores donde los poetas, escritores y artistas buscaban la fama y la gloria, y naturalmente la fortuna. Trabajó mucho. Trabajó inteligentemente, con disciplina espiritual y plena dedicación a la pintura desde 1922 hasta la fecha.
Botí pinta, había hallado su camino, su estilo personal de expresar lo que sus ojos veían. París le ofreció la gracia del impresionismo y los nombres iluminados de Renoir, Seurat, Matisse y Cézanne. Viaja, pinta, expone sus obras en toda España. Habla de él la prensa. Los críticos más prestigiosos señalan su pintura como algo fresco, joven, sincero, lleno de verdad y sencillez encantadora.
Admiro su continuidad en el cultivo de su arte, la sutil expresión del paisaje, de los motivos ornamentales o naturales que son refrendo de un espíritu saturado de belleza limpia y fresca. Y finalmente, me digo: «¡Oh, si todos los pintores, los artistas, tuvieran un ver las cosas con tanta claridad, respeto, amor, sinceridad!» Y pongo punto en tecla, recordando una frase de Rafael Duyos: «Es de Córdoba y se llama Rafael».
DIARIO DE CÓRDOBA, ABRIL DE 1973.