Luis Palacios BañuelosHistoriador
La sinfonía pictórica de Rafael Botí
Sobriedad, espontaneidad, intimismo, suavidad, delicadeza, reposo, misticismo, sosiego, equilibrio, pureza, discreción, musicalidad, cordobesismo… son algunas de las palabras que podríamos utilizar para intentar un acercamiento a la estética de Rafael Botí. Y, aunque todas son igualmente importantes y definitorias, me quedaré con las dos últimas. Sí, musicalidad y cordobesismo son las que mejor cuadran para calificar las pinturas de Botí.
Música y pintura son un binomio siempre presente en Rafael Botí. Porque Botí es músico y ha sabido trasmitir calidad musical a su pintura. Resultaría interesante preguntarnos cómo se podrían explicar cuadros a través sólo de la música. Es lo que André Gide intentó en su magnífico libro «La Symphonie pastorale» cuando quiso explicar a una ciega, a través de la obra de Beethoven, lo que es un paisaje. Los colores rojos y anaranjados serían insinuados por las sonoridades de las trompas y de los trombones, los amarillos y los verdes vendrían sugeridos por los violines, violoncellos y bajos, los violetas y los azules quedarían apuntados por las flautas, clarinetes y oboes... Pero nuestra dificultad surgiría a la hora de encontrar la explicación musical para los blancos, porque si algo recrean las obras de Botí son los blancos, junto con los dos colores básicos de Córdoba, el ocre y el azul. El blanco, nos diría Gilde, es el límite más alto o agudo donde todos los tonos se confunden... es como algo puro, sin color, sólo con luz... Pero ¿cómo explicar musicalmente esos blancos? Es evidente que el mundo de los sonidos difiere del mundo visual pero su analogía nos sirve para el caso de pintura de Botí, rica en ritmo, cadencia, equilibrio, musicalidad en suma. Lo dice muy bien Antonio Gala: «Botí pinta de puntillas para no interrumpir a la belleza y no alterar la música, y no desvanecer la soledad sonora de su mundo». Porque en la pintura de Botí cuenta no sólo lo que se ve sino también lo que hace sentir, porque se oye. Ramón Faraldo dice que hay pintores que antes de verse se oyen, y cita a Fray Angélico, Zurbarán, Blake, Regoyos, Rousseau, y «el último entre los que conozco puede ser Rafael Botí» quien en todos los citados, según José Caballero, encontró inspiración. Pero más que una cantata, como Tomás Borrás define musicalmente a la pintura de Botí, creo que se trata de una sinfonía pastoral.
Córdoba y la pintura de Rafael Botí. Merece la pena intentar delimitar lo esencialmente cordobés. Cuantos han escrito sobre él insisten en su condición de pintor cordobés. Bastará la cualificada voz del crítico Campoy: «El pintor Rafael Botí es cordobés y esté donde esté, y pinte lo que pinte, está siempre en Córdoba y todo lo que pinta de Córdoba es...Él está en Córdoba y Córdoba va con él».
No se puede evitar la referencia a Gala cuando se habla de lo cordobés. En el prólogo que le pedí cuando se esitó en 1984 el libro de Zueras sobre Botí precisa que «si tuviese que reducir a cuatros las características de lo cordobés elegiría: sabiduría, austeridad, parsimonia y desdén. Pienso que las cuatro están presentes, iluminándola e iluminándonos, en la pintura de Botí». En este juicio abunda Juan Bernier: «Si el senequismo tuviera una estatua esta se llamaría Rafael Botí. Mármol escueto y vivo, de serenidad cromática, refleja como nadie la pura naturaleza en su lírico manantial de hermosura y de ensueño».
Nacido en el siglo XX, Rafael Botí nos ha dejado una amplia producción pictórica que en buena parte refleja la esencia de lo cordobés. De sus primeros años de pintor destaca el «Patio de la Fuensanta». La influencia de su maestro Daniel Vázquez Díaz se traduce en su predilección por las formas elaboradas con sus elementos más esenciales que le llevarán a una lectura personal del cubismo. Lo cordobés aparece también en el gusto por la tradición paisajística –recuérdese a Romero Barros– que ya en 1922 da vida a «Alcornoques en la sierra de Córdoba» y «Los cipreses». Gusto por la interpretación personal de Córdoba, que lo encontramos, por ejemplo, en «La puerta del convento de Santa Isabel», de 1929, «El patio de la Fuesanta», de 1925, «Un patio de las rejas de Don Gome» (1963), «La fuente del Museo» (1981) o «La fuente de la calleja del pañuelo» (1988) y otros muchos que nos acercan a uno de los entornos más propiamente cordobeses, la Plaza de Capuchinos y el Cristo de los faroles: «Patio antiguo» (1982), «Calle de la Judería» (1985) y «La fuente del olivo» (1987).
En resumen, la esencia del cordobesismo en Botí la encontramos desde su nacimiento con el siglo hasta su contacto con las enseñanzas musicales de Martínez Rücker del que, como se explica en este libro, también su melodía transpira un sentimiento de esencia cordobesa... Su posterior relación con Julio Romero de Torres, su paso por la cordobesa Escuela de Artes y Oficios y sus trabajos en ella con modelos de lacería de la Mezquita reproducida en yeso por Mateo Inurria... le prepararon para mejor conocer Córdoba y lo cordobés. Y, sobre todo, su talante cordobés acorde con lo anotado por Gala. Precisamente este poso cordobés es el que ha quedado en la paleta cromática de Botí. Porque reencontrarse con la pintura de Botí es lo mismo que reencontrarse con lo esencialmente cordobés.
Rafael Botí deseó permanecer para siempre en Córdoba y dejó un legado pictórico importante a la Fundación que lleva su nombre. Se trata de un legado integrado por obras propias y otras de artistas cordobeses, como Pedro Bueno. Horacio Ferrer, Ángel López Obrero, Rafael Orti, Antonio Rodríguez Luna y otros como José Caballero, Álvaro Delgado, Hidalgo de Caviedes, Ibarrola, Daniel Vázquez Díaz, etc.
CÓRDOBA Y LO CORDOBÉS, 2005