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Tomás Paredes RomeroPresidente de la Asociación Madrileña y Española de Críticos de Arte

Tomás Paredes Romero

AZUL BOTÍ AZUL

La obsesión, la devoción, el destino, la intuición del poeta es la exactitud, la idoneidad, decir las cosas de tal forma que queden identificadas para siempre, que no haya que volver a decirlas de otra manera. El pintor, lo mismo, pero con el color y las formas, haciéndoles dialogar o en espléndidos monólogos, donde brille la esencial sobriedad de la certeza.

Un pintor es su obra y lo que identifica su obra. Botí es el azul del Sur, el color, y el ambiente, más que las formas. Botí crea un azul, que lo inunda todo, y como el mago Merlín del imaginario de Cunqueiro, tiene la facultad de volver azul un pueblo entero, una calle, el cielo,«El arco azul, el arco azul, el arco/ azul, y al fondo azul la puerta aquella... ¿Dónde dará la puerta? ¿Quién espera?/¿Córdoba en el azul está escondi­da?/ ¿Es una mujer Córdoba, dormida,/ durmiendo el sue­ño del azul de afuera?». Leopoldo de Luis, poeta de bronce, huésped de un tiempo sombrío, gentilhombre austero y no­ble y claro, entregado al «azul Botí» de su cordobesía.

Antes, los poetas y los pintores se relacionaban, se interaccionaban, había una pulsión compartida de intensa bús­queda en los confines del arte. Los poetas tenían cuadros de los pintores, los cantaban, los conocían. Rafael Botí es un ejemplo de ello. Hoy sería difícil encontrar un caso parecido. Ahora, los poetas están más en la narrativa que en el arte, más en el pescado que en la mar, más en lo prosaico que en el azul de afán, adunia en lo menos que en lo más.

Sorprende la atracción de los poetas por la obra de Botí, cada uno con su acento, con sus predilecciones, con su color, siempre el azul de capitán, el clamor de los colores. En uno de los poemas que Carlos Clémentson le pinta, comienza di­ciendo: «Este es el mundo, hijo. Mira que paz. Alégrate./ Respira. Aspira hondo/ este azul, este cielo:/ la plenitud colmada de vivir,/ su inocencia,/ ese canto sencillo y eterno de la tierra/ que espontáneas, proclaman/ estas diáfanas notas de color sobre el lienzo».

Para su óleo de 1950, Nocturno manchego, escribe María Fraguas: «Azul lució la luna aquella noche;/ azul rosada la pared liberada del sol...» Patios añiles, lunas índigo, azul ro­sada la pared, qué hermoso gesto de pintar de mar la tierra, el cielo, el universo. ¡Qué alta y fina belleza, teje Manuel Ga­hete, cuando, como meguez de luz exultante y pura, canta: «Un mar de noche cielo azul granate...»
 



¡Color a nomeolvides, en campos enriquecidos de mioso­tas! Busca el pintor motivos, sin motivo, porque su destino es el color, cuando más limpio, más inocente; cuanto más solo, mejor. Y la armonía, que la música no dimite en quien la ejerce, la mima y la restaura. Insiste y aclara Alejandro Ló­pez Andrada: «Entre estas ruinas quejumbrosas,/ casi azu­les,/ tiembla un pincel luminoso/ en equilibrio».

Color y formas, pero, por encima de todo, forma de color, casi imprevisto, sin ambages, envuelto en el halo de naturalidad de la decencia, resuelto en la presencia del amanecer. Y vuelve el azulalba, como una música de fondo, de viola mo­zartiana o de guitarra senequista, en el cuarteto primero del soneto de Fernando Pérez Camacho: «Estoy mirando, abier­to, el azul velo/ de un cuadro de Botí, pintor alado,/ sobre un jardín de verdes azulados,/ con un negro ciprés ladran­do al cielo».

Y Mariano Roldán, que fija, con alfayo de orfebre, el mo­mento preciso: «... y, en el cielo, la estrella/ entre el azul des­trenza/ la luz primera/ de la tarde bella,/ y huele ya, por la calleja/ blanca, la primavera/ verdiamarilla, en las bande­ras/ del jaramago y de la hierbabuena».

Asombroso, por lo infrecuente, para él repujan versos, Pa­blo García Baena, María Rosal, Fernando Quiñones, Vicente Núñez, Mario López, Luis Jiménez Martos, Rafael Soto Ver­gés, Jesús Hilario Tundidor, Javier Rubio, en su soneto para Árboles del Botánico, Madrid 1933, que inaugura: «Acordes en la viola y la paleta...»

¡Y me dejo tantos!, pero no se trata de olvido, sino de un apuntamiento, sólo, de un ofrecimiento sobre una realidad que ahora no pasa. ¿Por qué los artistas han dejado la lectu­ra; por qué los poetas se han alejado de las artes plásticas? ¿Por qué el arte no es ya el árbol de cristal que florece de mil suertes y cromías, si está alimentado por imaginaciones dis­tintas, como aquel árbol fabuloso de Alfanhuí?

Quiero terminar, con un recuerdo de su amigo Pepe Caballero, pintor-poeta, filigrana de ensueño para un vuelo de oro, misterioso y claro como un prodigio, cuando escribió para su amigo Botí: «Un río, un puente, unos árboles, un día, una hora determinada, un pájaro que repite su canción insis­tente... Porque siempre canta un pájaro en sus lienzos».

Es evidente el afecto y el efecto de esa pintura desprotegi­da, casi ajena, a su aire, azul de cuna, que no deja de mejo­rar, porque Botí pinta cada día mejor. En la vida con luz de gas, sencilla y honesta, de este pintor azulenco, cantan pájaros de lapislázuli, conformando un universo turquí, donde nacen todos los azules del mundo, su mundo añil, andaluz, iluminado por los sueños del agua, del cielo, del mar, del co­balto, de la soledad y la distancia azul del Sur...

INÉDITO.

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