Ángel Luis Pérez VillénCrítico de arte
HOMENAJE A RAFAEL BOTÍ
LA VANGUARDIA EN LA MEMORIA, LA MÚSICA EN LA PINTURA
Rafael Botí de nuevo en Córdoba presente con su obra, en esta ocasión en el Palacio de la Merced de la Diputación, donde se han reunido más de sesenta óleos, procedentes muchos de ellos de colecciones particulares y que hasta la fecha no habíamos tenido la oportunidad de contemplar por aquí, destacándose especialmente un núcleo de obras de los años veinte que son fundamentales en su trayectoria. Con motivo de la exposición “Rafael Botí. Córdoba 1900-Madrid 1995” se ha editado un voluminoso libro en el que se incluyen numerosas colaboraciones, desde artículos sobre su vida y obra, textos de creadores coetáneos como Alberti y José Caballero, entre otros, amén de 30 poemas dedicados al artista por diversos vates, constituyéndose en un manual de obligada referencia para todo aquél que quiera acercarse a su pintura.
Nuestro artista nace en Córdoba, el 8 de agosto de 1900, entre 1909 y 1916 comparte sus estudios de música en el Conservatorio con los de dibujo (Julio Romero de Torres), modelado (Victorio Chicote) e Historia del Arte (Ricardo Agrasot) en la Escuela de Artes y Oficios. En 1917 se traslada a Madrid, compaginando de nuevo sus estudios musicales con los artísticos, dos años más tarde comienza a asistir junto a Olasagasti, Celaya, Díaz Caneja y Rodríguez Acosta al taller de Daniel Vázquez Díaz, con el que llegará a trabar una gran amistad, llegándole a trasmitir el compromiso de la renovación de la pintura durante el primer tercio del siglo. Un compromiso que compartirá con otros artistas cordobeses, como Ángel López-Obrero y Antonio Rodríguez Luna, vértices junto a él de lo que sería el triángulo de la primera vanguardia cordobesa, la misma que se involucra en acontecimientos históricos de calado nacional como la exposición de Artistas Independientes, celebrada en el Salón Heraldo de Madrid en 1929 y en la que participan Botí y López-Obrero o en la fundación en 1931 de la Agrupación Gremial de Artistas Plásticos, en la que intervienen Botí y Rodríguez Luna, amén de Emiliano Barral y Francisco Mateos entre otros.
Pero si hablamos de vanguardia no podemos ceñirnos sólo a acontecimientos coyunturales que suponen hitos indiscutibles en la historia de la pintura contemporánea española, a agrupaciones de artistas que luchan por la defensa de la modernidad, también hemos de calibrar otros valores e intereses implícitos en la obra de cada uno de sus militantes y el primero de ellos es la connivencia estética con la Generación del 27, con aquellos pintores y poetas que homenajearon al cordobés Luis de Góngora en el tercer centenario de su muerte, sin olvidar por supuesto lo que desde el país vecino se irradia en materia de arte. En el caso de Rafael Botí, su etapa parisina vino a confirmar las predilecciones que desde siempre había manifestado por la pintura directa del natural, empapándose de las enseñanzas del impresionismo, que asimilará junto a lo aprendido en Córdoba de maestros en el género del paisaje como Romero Barros, dando lugar a obras de una belleza y precisión en la captación del motivo inigualables en su género, como queda de manifiesto en Alcornoques de la sierra de Córdoba (1922), que atestigua la tremenda relación que el pintor mantuvo siempre con su ciudad natal, ya que por más que residiera fuera de ella, siempre volvía a nutrirse en el origen.
La exposición se abre y cierra con el primer y el último óleo que pintó. El Patio de la Fuensanta (1917), que ya vimos en la muestra celebrada hace unos años en el Museo de Bellas Artes, se enfrenta a las Flores (1991) en las que las formas se descomponen por la vibración del color y el ritmo cadencioso de la pincelada que recuerda, coincidencia singular, las series últimas de Monet sobre las ninfeas en las que se preludiaba el posterior expresionismo abstracto norteamericano. Pero como decíamos más arriba, la recepción de la vanguardia parisina se realiza a través del impresionismo, primero y del cubismo más tarde, estilo éste que será reinterpretado a la luz de las enseñanzas en el taller de Vázquez Díaz y mediante los numerosos paseos que ambos realizaron para compartir el gusto por la pintura al aire libre. Fruto de estos intereses son las obras de los años veinte a las que hacíamos referencia anteriormente, obras de pequeño formato como Fuente Goiri (1925) o El canal de Fuenterrabía (1926), en las que es posible rastrear la impronta de Braque o Picasso.
Obras, otras, teñidas de un ingenuismo minucioso que se recrea en los detalles de los caseríos De Fuenterrabía (1927), en la floresta que orna el Patio de la Fuensanta (1925) o en las arquitecturas de la Iglesia de Deusto (1925) y la Entrada a Las Ermitas (1925). Obras como Desde mi ventana (1925), cuyas montañas nos evocan los últimos paisajes objetivos de Kandinsky justo antes de traspasar el umbral de la realidad representada e ingresar en la realidad de la pintura pura. Obras que como La estación de Atocha (1925) reproducen el ritmo febril y vertiginoso de la ciudad moderna desde una mirada impresionista comprometida con el progreso, obras como Jardín Botánico (1923) que incluso reclaman de nosotros el concurso del tacto para celebrar las calidades aterciopeladas del color, obras como Viejo París (1929) que resumen en dos dimensiones el recuerdo de la ciudad del Sena, junto a las excelencias del cubismo, el fauvismo y el expresionismo, obras de una indiscutible rotundidad museable como El Bidasoa (1926) y Arboles del Botánico (1933), planos y cubos, cilindros y conos componiendo unas escenas, con un sobrio sentido del color, en las que se destila el cubismo de y entre lo clásico y lo barroco.
Los años 40 supusieron para Rafael Botí, como para muchos de sus compañeros de generación, un repliegue brutal, lo cual no fue óbice para desarrollar una obra comprometida con la búsqueda de lo esencial en la pintura. Paisaje de Vallecas (1942) es la prueba palpable de la preocupación regeneracionista que mediante el género del paisaje se opera en España en estos años, recuperando desde la sintaxis de las vanguardias históricas –en el caso de Botí desde la asimilación del cubismo– la ilusión y el sentimiento de la utopía perdida. Pero quizá ésta la halle nuestro artista en el escenario de la memoria que le brinda su ciudad natal, en este sentido obras como Arquitectura cordobesa (1960), por su austeridad, por el alabeamiento de los planos de las fachadas de las construcciones religiosas que anteceden al espacio metafísico y místico por excelencia de Córdoba –la Plaza del Cristo de los Faroles– suponen la cara y el envés del sentir cordobés, el hieratismo enjuto y celeste y la celebración ondulada de las pasiones, ésta reinando sin prejuicios sobre aquél como queda de manifiesto en su producción última –Flores (1990), Primavera desde mi estudio (1991) y Flores (1991)– en la que la pincelada desestructura las formas, rompe la armonía ortogonal anterior y se deja llevar lentamente por la desinhibida sinfonía del color.
Diario Córdoba, 20 de noviembre de 1997