Antonio Rodríguez JiménezPeriodista
Rafael Botí manifestó en una ocasión: «la música me sirvió para ganarme la vida y la pintura era una necesidad». Y realmente, al observar sus cuadros el espectador se queda admirado de ver tanto mundo propio reunido. La mirada de Botí era paisajística, sus vivencias contemplativas y su mundo interior palpitaba cromatismos y músicas.
Curiosamente, cada una de sus obras lleva su sello personal, ese marchamo de denominación de origen cuya principal característica es su esencialidad cordobesa. Patios, jardines, la sierra, conventos, fuentes, callejas, rincones tenuemente iluminados, ermitas son sus cuadros, casi siempre ubicados en Córdoba. Pero Botí contempla la ciudad –y sus naturalezas– desde la distancia. Se acerca a Córdoba y la destemporaliza. A este artista no le interesan los sujetos, sólo el alma de la ciudad, el espíritu de las flores y las plantas, la belleza de las hojas, todo ello desde la exaltación de la paz y la armonía, desde una belleza que emana equilibrio interior, magia y bondad.
Músico y pintor, corazón de poeta, Rafael Botí tuvo en sus primeros años de aprendizaje a dos maestros cordobeses: Julio Romero de Torres en la Escuela de Artes y Oficios, y a Cipriano Martínez Rücker, en el Conservatorio. Inicia así su andadura por los mundos de las artes plásticas y musicales. Su primera exposición data de 1923, cuando apenas tenía 22 años. Su misión fue abrir la pintura cordobesa a la modernidad.
Lo primero que llama la atención en la obra de Botí es su concepción del color. Se trata de un color de ciencia ficción, un cromatismo imposible, inexistente. Botí se inventa una luz edénica con la que embellece la arquitectura del paisaje o el paisaje de la arquitectura –es difícil distinguirlo–. Cuando impregna los objetos de azules, de verdosos, de ocres, los ilumina de tal forma que da la sensación de que ha encendido una luz. Debe ser la reveladora luz interior cuya finalidad es que los demás vean ese rincón en su verdadera dimensión, que posee un tono de belleza insólito.
Córdoba es el remanso de Botí, ese lugar imposible, inasible, en el que le gustaría vivir y sueña constantemente con ella, la ve con sus ojos de pintor, con su alma de poeta, con su espíritu de músico. Por eso sus cuadros exhalan la magia de esa vida idílica en la que sólo se respira paz y armonía. Es la Córdoba que a todos no gustaría vivir, es la Córdoba de la magia, del color, de la fantasía, que nos gustaría imaginar. Pero esa Córdoba esencial, trascendida, iluminada sólo la puede sentir un hombre como Botí tocado por la música, por el arte, por la poesía. Su arquitectura paisajística es inimitable, su concepción de la ciudad plasmada en el lienzo no tiene parangón porque su forma de captar la luz y de interpretarla es sencillamente única.
Desde sus cuadros de primera época (años veinte) como Viejo París, Bodegón de los papeles, La estación de Atocha, Iglesia de Deusto, Jardín Botánico, Los cipreses, Entrada a las Ermitas, o Entrada al Santuario de la Fuensanta, entre otros, hemos visto una profundización del color, un internamiento, un buceo en el mundo de las formas, que proyecta en obras de los años treinta y cuarenta como Arboles del Botánico, Patio manchego, Paisaje de Vallecas, Barrio de las latas, que avanzan luego en décadas posteriores con obras como Campos de Castilla, El aparador, Desde la Casa de Campo y Paisaje de Madrid, ya en los años 60. Es precisamente a partir de esa década cuando se acentúan más las visiones del paisaje madrileño, abordando incluso elementos urbanos tocados por el desarrollismo industrial, aunque siempre tratados desde el exterior, es decir, sin olvidar nunca junto a lo urbano los elementos de la naturaleza.
A partir de los años setenta vuelve a tocar la pintura de tema cordobés, impregnándolo todo de magia y de una especie de cordobesismo luminoso o luminario que caracteriza su obra. De estos años datan Cristo de los Faroles, Patio de la Judería, donde seguirá alternando paisajes cordobeses y madrileños, y prueba de ello son sus obras Abetos de Torrelodones, El cenador (Aranjuez), La Casa del Jardinero del Botánico, obras de gran belleza.
Posteriormente, en su alternancia Córdoba-Madrid, pintará Calle de la Judería, Fuente de la Madama, Arquitectura cordobesa, De la Córdoba antigua, La Fuente de la calleja del Pañuelo, Noche en la plaza de los Dolores, La Fuente del Olivo, Córdoba callada, Patio antiguo de Córdoba, Un patio de las rejas de Don Gome, con Paisaje de otoño de Aranjuez, De la sierra (Torrelodones), entre otros.
Finalmente, Botí va cercando sus paisajes, circunscribiéndose a un espacio cada vez más reducido, va adentrándose en sí mismo hasta el punto de traerse al lienzo los elementos más diminutos de la naturaleza, atrayéndolos a un primer plano. Esta es la época en la que pinta flores, jarrones, naturalezas muertas, que están más vivas que nunca. Botí ha conseguido eternizar hasta las flores, darle vida indefinida a las flores cortadas dotándolas de la imposibilidad de marchitarse. Crea en los últimos años de su vida una larga, encadenada metáfora de las flores. Es la integración del artista en la naturaleza. Se despide de la vida zambulléndose en ella definitivamente.
El ángel de Rafael Botí toca con la magia de sus alas a los poetas, por eso 30 escritores de diversas generaciones y modos de concebir la poesía coinciden en este homenaje al poeta cordobés. Desde Mario López, Pablo García Baena, Fernando Quiñones, Vicente Núñez, Mariano Roldán, Luis Jiménez Martos, Leopoldo de Luis, Jesús Hilario Tundidor, Rafael Soto Vergés, hasta otros más jóvenes como María Rosal, Alejandro López Andrada, José María Molina, Eduardo García y Manuel Gahete, pasando por otros como Carlos Clémentson, Juana Castro, Lola Salinas, Manuel de César, Francisco Carrasco, Alfredo Jurado, Encarna García y Soledad Zurera, entre otros, cantan al pintor, embelesados por la creación de su milagroso paisaje cordobés, por esos rincones que todo el mundo puede ver, pero sólo unos pocos son capaces de expresar.
Botí ha creado una Córdoba única, milagrosa, con todas sus gamas de color. Es la Córdoba de la belleza, utópica, existente en los corazones de los poetas, de los músicos, de los pintores, en el alma de los niños. Botí ha sabido crear una Córdoba del Paraíso, esa Córdoba del cielo que todos llevamos en el corazón.
A. R. J.
Rafael Botí. Diputación de Córdoba, 1997