Javier TusellHistoriador
Rafael Botí, una pintura serena y amiga
En agosto de 1900 nació en Córdoba el tercero de los artistas presentes en esta exposición que corresponde, lógicamente, a un tercer momento en la Historia de nuestra Pintura. Se trata no ya de la importación de las novedades de la vanguardia parisina sino de la adaptación que ésta experimentó en España que en parte llevaron a nuestro país a una evolución un tanto peculiar en el contexto europeo.
Habiendo transcurrido su primer formación en la capital andaluza, no podía Botí dejar de sentirse atraído por Romero de Torres quien durante muchos años no sólo se convirtió en modelo de artista exitoso sino también en una de las no tan numerosas personas capaces de provocar incitaciones suficientes como para despertar vocaciones artísticas. A Romero de Torres lo visitó en su estudio acompañando a su maestro Eloy Vaquero, que sería paladín del Ideal Andaluz junto con Blas. Infante y que acabaría por convertirse en alcalde de Córdoba. Más tarde tuvo la posibilidad de recibir directas enseñanzas suyas que fueron las que agradeció toda su vida. Tenía una simpatía que era muy necesaria para los artistas que estaban empezando, dijo mucho después. Desde 1902 Romero de Torres era profesor en la Escuela de Artes y Oficios cordobesa y disponía de una información sobre los rumbos de la pintura contemporánea que debía ser infrecuente en ese medio provincial. Botí aseguró luego que hasta el momento de entrar en su estudio no había visto más pintura que la religiosa. En cambio medir la concreta influencia en él más allá de ese impulso inicial puede ser exagerado. En los primeros cuadros de Botí, en efecto, hay en ocasiones algunas luces espectrales y fosforescencias que puedan recordar la pintura de su maestro. Pero lo principal que descubrió a su lado fue una vocación que siempre animó su vida y que, sin embargo, no vio totalmente realizada puesto que debió dedicarse para vivir a la música.
El otro maestro de Botí fue, en el Conservatorio, Cipriano Martínez Rucker, pero su vocación se había decantado ya muy claramente por otra de las Bellas Artes. La música me sirvió para ganarme la vida y la pintura era una necesidad, dijo tiempo después. Quiso ser compositor pero descubrió que no valía para ello. Guardó, sin embargo, un excelente recuerdo de todos a los que había conocido en la Córdoba juvenil. La Escuela de Artes y Oficios era dirigida entonces por Mateo Inurria y con algunos de sus compañeros –Enrique Moreno Rodríguez– haría, años después, su primera exposición en la ciudad natal.
Azuzado por la incomodidad sentida en el medio familiar en 1917 Botí abandonó Córdoba por Madrid y estudió allí Bellas Artes. Este traslado era arriesgado –vino sin que nadie le diera una ayuda o un consejo– y además debió suponer para él un cambio de perspectiva fundamental: todavía en la vejez recordaba la dificultad de asimilar a los grandes maestros del Museo del Prado. Llegó a la capital. Además, con ocasión de un acontecimiento histórico de magnitud: nada menos que la huelga revolucionaria de agosto de aquel año. Tanto como el contacto con los clásicos de la pintura española en nuestra primera institución museística debió influir en él el diario trato con los medios intelectuales: Carrere, Eugenio Noel, Hoyos y Vinent y Tellería figuraron entre las personas que trató en tertulias y cafés. En el Lyon d’Or tuvo también contactos con muchos otros, como el propio Solana. En ese ambiente de la guerra mundial y de la inmediata posguerra Madrid bullía en iniciativas literarias y artísticas: en él estuvieron inmersos todos los pintores de una vanguardia que en los últimos años se han redescubierto, al mismo tiempo que su notable originalidad y su relevante capacidad expresiva.
Pero es hora ya de hablar de la obra de Botí en estos momentos iniciales de su trayectoria. Su paleta se basaba por entonces en el blanco de la cal, el ocre y el azul, los tres colores de Córdoba. El aliento que animaba sus cuadros remite a una figura cada vez más valorada de la pintura contemporánea española. Luego admitiría nuestro pintor que no habían sido pocos los que viendo su pintura le habían recordado a Regoyos.
Botí no podía ser discípulo de Darío de Regoyos y probablemente no conoció siquiera su obra durante la primera parte de su vida. No obstante es inevitable hacerse eco de las sintonías entre estos dos pintores que se refieren no sólo a esa línea impresionista o, más precisamente, posimpresionista o puntillista. Aparte de en la técnica de la pincelada breve encontramos sintonía entre Botí y Regoyos en lo que respecta a la fruición gozosa por el paisaje, especialmente el que reúne determinadas características de simplicidad y proximidad, una evidencia que a Ortega le hizo exclamar que realmente Regoyos parecía un pintor franciscano. Algo parecido podría decirse de Botí. Como en Regoyos también en Botí haya menudo una veta ingenuista que resulta muy atractiva y que, conectando con el mundo de la vanguardia, al mismo tiempo da un aire muy actual a su lección pictórica. Vázquez Díaz, que, aparte de amigo, sabía ser un fino analista de quien tenía tan cerca, lo supo ver con claridad cuando puso en relación la pintura de Botí con la de los nabis, esa derivación del posimpresionismo francés que durante unos años consistió en una de las formas de acercarse a la vanguardia en el seno del plural contenido del arte de comienzos de siglo.
Pero todo ello no era más que el punto de partida. La formación estética de Botí no se entiende en el ambiente madrileño posterior a la Primera Guerra Mundial y, en especial, sin la figura del propio Vázquez Díaz. Para entenderle, en efecto, hay que situarle en su tiempo y en su ambiente generacionales. De él, en efecto, bien podría decirse que fue un pintor perteneciente a la generación de 1927 formada por jóvenes que en los años veinte estaban en un Madrid que hervía de admiración por esas novedades literarias y artísticas que empezaban a recibirse de París. Si ya se ha dicho que,sabida su vinculación con Romero de Torres cabe descubrir en él algún lejano rastro de su pintura, en realidad sus telas iniciales recuerdan mucho, a título de ejemplo, a algunos de los cuadros de Salvador Dalí y Benjamín Palencia más jóvenes, por poner algún ejemplo.
Los tres tuvieron alguna relación con quien, venido de París en donde había tenido estrecho contacto con algunas figuras bien conocidas de la vanguardia, supuso la llegada a la capital de España de nuevos vientos en la plástica. Me refiero –claro está– a Daniel Vázquez Díaz, importador sobre todo de un cubismo que en él y en sus seguidores, tuvo mucho más que ver con simplificación y esencialización de formas que con teorías concretas y que no impidió que mantuviera una gozosa interpretación del paisaje rural, algo no tan habitual en la pintura francesa de la época. Los paisajes del Norte o de rincones umbrosos de Madrid o incluso de Córdoba que Botí pintó durante los años veinte o treinta recuerdan desde luego a los de quien ya con más propiedad podemos denominar como maestro suyo.
Pero fue Botí quien estuvo más cercano a él durante todo el resto de su vida. Le conoció en 1919, nada más regresado de París, y vio cómo en torno suyo se formaba un valioso grupo de discípulos. Entre las personas a las que recibía Vázquez Díaz en su estudio figuraron, por ejemplo, Olasagasti, Caneja y Rodríguez Acosta. Luego se incorporaron Caballero y Morales. Botí midió muy precisamente sus palabras al decir, años después, que su maestro había sido renovador y purificador de la pintura española frente a quienes le vilipendiaban como extranjerizante y cubista, lo que durante algún tiempo fue considerado como un insulto. Del magisterio de Vázquez Díaz surgieron realidades plásticas muy diferentes, desde abstractos a pintores que optaron por la vía de la facilidad. Ya se ha indicado que lo más valioso de él para quienes le trataron fue su talante, más que un estilo o una escuela. La influencia de Vázquez Díaz en Botí es apreciable fundamentalmente en la construcción pues el cromatismo del segundo es siempre mucho más vivo. Quizá, no obstante, para una sensibilidad actual lo más atractivo del segundo sean sus paisajes o sus bodegones en los que perdura la influencia cubista.
Con Vázquez Díaz, Botí mantuvo una larga e íntima amistad que superó la relación convencional de quien aprende un modo de enfocar la tarea plástica y formar escuela. Pero siempre además en Botí hubo otros registros pictóricos al margen del ya mencionado cubismo. Este reapareció como disciplina dibujística en paisajes posteriores de los años sesenta y setenta relativos a Madrid o a la provincia de Alicante pero fue siempre compatible con un tipo de pintura más suelta en la que aparece una clara raigambre impresionista o posimpresionista. Esto es lo que le hace enlazar con Regoyos.
Todo cuanto antecede explica su trayectoria de cara al público. En 1921 había hecho ya Botí su primera exposición en el salón de otoño y en 1923 volvió a Córdoba para mostrar su obra con el escultor Enrique Montero en el Círculo de la Amistad. Esta muestra debió causar impresión porque en la capital andaluza –recordaría luego– entonces todos los pintores tenían que ser imitadores de Romero de Torres cuando ambos participaban de un rotundo cubismo. Su pintura de estos tiempos estuvo jalonada por motivos cordobeses que nunca la abandonaron por completo. De hecho, en el espíritu y en la iniciativa. Eso mismo establece una relación espiritual con Romero de Torres. De nuevo expuso en la Diputación cordobesa en 1931.
Pero su vida profesional seguía centrada en Madrid. En 1924 se había casado. Tenía, gracias a su condición de músico de la Orquesta Filarmónica madrileña, una situación profesional estable de la que carecieron la mayor parte de los pintores de la época, incluidos los más conocidos como Artera, Solana o Vázquez Díaz. Pero eso no le impidió vivir con entusiasmo las aventuras de la vanguardia madrileña. En 1927 expuso en Madrid en la carrera de San Jerónimo y participó en el Salón de los Independientes creado por el Heraldo de Madrid por esas fechas como medio de promover una visión actual de la pintura; su importancia fue comparable a la que jugó el Salón de los ibéricos. Sirvió, en fin, de orientador en el mundo madrileño de recién llegados de su provincia a los que animaba su misma inquietud, como Rodríguez Luna y Bueno.
Supo también cumplir con el rito de acercarse a la capital mundial del arte. Dos largas estancias en París en 1929 y 1931, pensionado por la Diputación de su provincia natal, le sirvieron para conocer de forma directa a los impresionistas, a los cubistas y al aduanero Rousseau, el padre de la pintura ingenuista. Pero su contacto con la vanguardia era muy anterior y su información ya resultaba abundante. Lo prueba una copia de cabeza de Picasso pintada en fecha tan temprana como 1917.
Para esos jóvenes de la generación a la que Botí pertenecía la República fue una promesa no sólo en lo político sino también en lo estético. Encabezó, por ello, el manifiesto dirigido por los artistas españoles al gobierno republicano que fue publicado en abril de 1931 en La Tierra y que ocupa un lugar singular en la larga serie de manifiestos estéticos que ha sabido coleccionar Jaime Brihuega. Pero esa aventura colectiva, no es necesario decirlo, concluyo en tragedia. Moreno, el escultor con el que expuso por vez primera en Córdoba, fue fusilado por los franquistas. Si me quedo allí –declararía mucho después Botí– lo mejor me ‘apiolan’ como a todos mis amigos. Pasó la mayor parte de la guerra civil en Manzanares y debió adaptarse a las difíciles circunstancias de la posguerra. La propia Orquesta Filarmónica de la que formaba parte tardó en volver a funcionar y la mayor parte de sus amigos marchó a la emigración.
A él mismo le tocó vivir un exilio interior que le hizo no exponer en una veintena de años. No volvió a exponer individualmente hasta la exposición que hizo en la Sala Minerva del Círculo de Bellas Artes en 1959 y sólo a partir de 1951 volvió a participar en exposiciones colectivas como, por ejemplo, la I Bienal Hispanoamericana. En 1953 participa en la organización de la exposición de Vázquez Díaz. El reconocimiento a su obra se produjo a partir de esta época. En los años sesenta obtuvo un premio en las exposiciones nacionales. En 1965 se jubiló en la Orquesta Filarmónica, lo que le permitió una mayor dedicación a la pintura. En ella se había producido una evolución: en los sesenta volvió a reaparecer el cubismo en paisajes madrileños y también alicantinos. Ya luego la factura se hizo muy suelta.
Pero estas variaciones son algo lógico en cualquier artista y no rompen con el juicio global que pueda merecer su obra. Vázquez Díaz de nuevo descubrió un registro vital de Botí que necesariamente habría de tener un reflejo en su pintura. Ésta era el resultado de una obra en silencio, consecuencia de una biografía serena y reposada, alejada del exhibicionismo y de los gestos a pesar de que en ella abundaron las amistades con primeras figuras y la participación en no pocos momentos clave de nuestro arte. Sería imposible hacer un elenco completo de las primeras y en cuanto a los segundos no hay que olvidar que si los cuadros del Botí de los años veinte y treinta tienen claro parentesco con los de la vanguardia de aquella época también los de los cuarenta eligen los paisajes suburbiales madrileños que tanto entusiasmaron a los miembros de la Escuela de Vallecas. Podría añadirse que en la última etapa de su vida, con una factura muy suelta, Botí bordea la impresión cromática que produce un cuadro abstracto. Esta evolución siempre fue, en él, plácida y sin rupturas. Se ha dicho de ella que fue siempre armónica como la de quien, como él, ha dedicado una parte de su vida a la música. El también pintor José Caballero dijo que siempre canta un pájaro en sus cuadros. Pintura caracterizada por la claridad compositiva da la sensación de aspirar a la serenidad y al equilibrio, de buscar ante todo un ambiente grato y acogedor. Y eso contribuye a que los cuadros de Botí transmitan una sensación de cálida amistad.
Así se explica que la obra recibiera múltiples reconocimientos sobre todo en sus años finales. En 1979 fue nombrado Hijo Predilecto de Córdoba recibiendo la Medalla de Oro de la ciudad. Un año después recibió la Medalla de Plata de Bellas Artes. Murió en febrero de 1995 tras una vida larga e intensa en años y en pasión por el arte.
J. T.
De Botí y sus maestros. Córdoba, 2000